El 28 de junio de 1914, el archiduque Francisco Fernando de Austria y su esposa fueron asesinados en las calles de Sarajevo. La respuesta al magnicidio no se hizo esperar y un mes después, el 28 de julio –ahora se cumplen 100 años- el Imperio Austro-Húngaro le declara la guerra a Serbia. Rusia ordena la movilización general contra los austríacos. Alemania le declara la guerra a Rusia, el 1 de agosto, y el día 4 de ese mismo mes invade Bélgica y Luxemburgo en su marcha triunfal contra Francia… La Primera Guerra Mundial había comenzado para diezmar toda una generación, acabando con la vida de más de nueve millones de combatientes hasta que se firmó la paz el 11 de noviembre de 1918. En el frente occidental, los alemanes fueron detenidos a pocos kilómetros de París, a donde habían llegado en pocos días, iniciándose entonces una aparentemente interminable guerra de desgaste, la guerra de las trincheras… la guerra del gas.
En mayo de 1918, seis meses antes del final de esa tragedia, cuando ya se sabía su resultado, el Gobierno británico encargó a varios artistas que dejaran testimonio en sus lienzos de lo que vieran en la Guerra. Para ello, los pintores fueron trasladados a Francia. Entre esos pintores, sin duda, el más famoso era John Singer Sargent. Por su nacionalidad estadounidense (aunque había nacido en Florencia, hijo de un médico oftalmólogo que se trasladó con su esposa de los Estados Unidos a Italia, y había pasado su vida viajando de un lugar a otro del mundo) a Sargent se le pidió, en concreto, una obra que mostrara la cooperación anglo-americana en la Guerra. Pero no sería eso lo que plasmaría en su cuadro, a pesar de que llevaron al pintor, que entonces contaba 62 años de edad, a los lugares del frente donde combatían los más renombrados regimientos británicos y norteamericanos. La inspiración le llegaría en la tarde del 21 de agosto de 1918 –dicen que poco después de tomar el té- en Le Bac-du-Sud, al noreste de Francia, no muy lejos de la frontera con Bélgica, cuando vio llegar a cientos de soldados británicos para ser curados en los hospitales de campaña tras un ataque alemán con gas mostaza, en la Batalla de Arras. Aquello le recordó a Sargent –él mismo lo comentaría después- un cuadro de Bruegel el Viejo, “La Parábola de los Ciegos”. Soldados con los ojos vendados, cegados por el gas, caminaban en fila apoyando cada uno su mano en el compañero que marchaba delante hacia la enfermería donde habrían de recibir tratamiento; aunque entonces no fuera otro ciego quien los guiara –como en el cuadro de Bruegel- sino alguno de los sanitarios del Ejército Británico. Al mismo tiempo, una multitud de soldados heridos, también con los ojos vendados, permanecían tumbados en el suelo, amontonados unos sobre otros, esperando su turno para ser curados o que los lleven a otro lugar… La envergadura del cuadro pintado por Sargent (231 cm de alto por 611 de ancho) no nos permite reproducirlo de modo que se pueda observar con detalle. Si así fuera, veríamos las distintas filas de ciegos caminando hacia la enfermería, bajo el sol que se pone sobre aquella tragedia humana. Mientras al fondo, porque la vida sigue y uno puede llegar a hacerse indiferente ante el dolor ajeno cuando éste se ha convertido en rutina, un grupo de soldados (se ven entre las piernas de algunos de los heridos en fila) están jugando un partido de fútbol.
Todos los ejércitos contendientes utilizaron gases tóxicos durante la Gran Guerra, en mayor o menor medida. Primero fueron gases lacrimógenos, muy irritantes pero poco letales. Luego los compuestos de cloro, el fosgeno (el más letal) y –entre otros- el más famoso de todos, el gas mostaza. Ciertamente, los gases no causaron una excesiva mortalidad -sólo el 3% de las muertes en combate fueron debidas al gas- aunque sí numerosas bajas temporales e incapacidades; pero sus efectos psicológicos fueron devastadores. El gas mostaza, en concreto, prácticamente no se apreciaba cuando llegaba a las trincheras ni por su olor ni por su color. Sus efectos empezaban a manifestarse varias horas después del ataque, afectando principalmente a la piel y a las mucosas. Los ojos resultaban especialmente dañados; pero sólo en los casos más graves la ceguera se hacía permanente. La piel y el tracto respiratorio sufrían importantes quemaduras…
Sobre los efectos del gas nos habla el soldado y poeta inglés Wilfred Owen, que tuvo la desgracia de morir a los 25 años de edad, justo una semana antes del día del armisticio –y no por el gas, precisamente- en uno de sus poemas más conocidos, cuyo título hemos copiado para este artículo: “Dulce et decorum est”. En realidad, el verso completo –que Owen toma de la Oda III de Horacio- dice “Dulce et decorum est pro patria mori”: “Dulce y honorable es morir por la patria”. En los últimos fragmentos del poema del militar inglés, según la traducción de Nicolas González Valera, leemos:
¡Gas! ¡Gas! ¡Deprisa, chicos! En un éxtasis de torpeza
Nos calamos torpes cascos justo a tiempo;
Pero alguno seguía pidiendo ayuda a gritos tropezando.
Indeciso como un hombre ardiendo en llamas o cal viva.
Borroso tras los vidrios empañados y a través de aquella verde luz espesa,
Como hundido en un mar verde, lo vi ahogarse.
En todos mis sueños, ante mi vista indefensa,
Se abalanza sobre mí, se atraganta, se ahoga, se apaga.
Si en algún sueño asfixiante también pudieras seguir a pie
La carreta donde lo arrojamos
Y ver cómo retorcía los blancos ojos en la cara,
Una cara colgante, como un diablo harto del pecado;
Si pudieras oír, a cada tumbo, la sangre
Vomitada por pulmones de espuma corrompidos,
Obsceno como el cáncer, amargo como pus,
De viles llagas incurables en lenguas inocentes,
Amigo mío, no contarías con tanto entusiasmo
A los niños que arden ansiosos de gloria
Esa vieja mentira: Dulce et decorum est
Pro patria mori.
Lamentablemente, la humanidad no ha aprendido la lección de la historia y se sigue muriendo en guerras sin sentido ni justificación posible, incluso cuando el concepto de “patria” ha perdido el valor que tenía antes. En todo caso, nosotros estamos de acuerdo con el célebre dramaturgo alemán Bertold Brecht: “Lo realmente dulce y honorable es vivir por la patria”.