Almudena Martínez Vieira – Premio Relato Corto del COMCADIZ 2017
De nuevo estoy frente al espejo; como todas mis noches. El ritual ahora, a este lado del cristal, consiste en ser capaz de pescar un único disco de algodón del fondo de la bolsa tubular de plástico, empaparlo en leche limpiadora y refregarlo vigorosamente sobre el párpado derecho desde su mitad hasta la sien, teniendo cuidado de cerrar bien el ojo, para luego abrirlo repentinamente y descubrir si algo ha cambiado a mi alrededor. Tras unos segundos donde la realidad se opacifica, comienzo a parpadear rápidamente con el fin de eliminar la película cremosa esparcida sobre mi córnea. Poco a poco comienza a organizarse en un largo hilacho blanco que, resbalando por el ángulo de mi esclera, queda perdido para siempre en el mundo exterior, adherido a la piel de la mejilla o apresado por el algodón sucio. Lo que antes fuera una perfecta curvita negra que perfilaba un seto de pestañas perennes y espesas se me ha corrido junto a los restos de rímel que lo atiesaban, difuminándose sobre el hueso temporal derecho hasta alcanzar la línea del cabello. Inspiro y observo de nuevo si algo ha cambiado a mi alrededor. Me cuesta deshacerme del oxígeno apresado, pero finalmente acepto el hecho de que todo continúe exactamente igual una noche más, con mi rostro cansado a medio limpiar y surcado por restos de manchas grisáceas de maquillaje.
Desciendo las costillas, elevo mi diafragma, permito al aire almacenado que me abandone no sé bien si mediante expiración o suspiro, y finalmente me rindo. Dejo mi respiración en manos de un piloto automático; es inútil querer mantenerla ya bajo control y decido simplemente observarla. Atenta, vigilo su ritmo suave y estable, su equilibrada intensidad, el orden que consigue imponer con delicada autoridad tanto en el torrente de aire que entra y que sale por mis fosas nasales como en los movimientos sincronizados de los músculos de mi cuello, de mi tórax y de mi vientre. El mundo se para. Es el momento. Focalizo mi mirada justo en la pupila de mi ojo derecho. Estoy dentro. Ya no existe aquel lado. Desaparecen las losas anaranjadas del baño, el espejo y su reflejo, el ojo, el brocal verdeazulado y la negrura del centro del pozo. Definitivamente, estoy dentro. Floto dentro y dentro no hay nada salvo yo misma. A la nada la recubre la corteza fina de mi cuerpo; ése es el límite de todo, salvo del aire que vive y se mueve fuera, que entra y sale como fuelle por una grieta de la corteza, retumbando.
Soy una matrioshka. Una muñeca hueca refugiada en el interior de otra muñeca hueca. Yo en mí.
La nada se disipa cual neblina penetrada por los rayos templados al alba. Me siento, y mi rostro está limpio. Las losas del baño son ahora cristaleras traslúcidas y permiten el paso de reflejos azules y verdosos. El espejo se ha transformado en una especie de marco vertical cuya hoja ha sido sustituida por un conjunto de troncos entrecruzados libremente que, vistos desde lejos dan la apariencia de ser un plano del terreno. Yo sé que eso es un plano. Es extraño, pero la muñeca que ahora soy dentro de la que era, sabe cosas que no se discuten; no hay lugar a la discusión. Las cosas se saben sin más aquí adentro.
Detrás de mí se mueven tres bolsas de humo gris. Aunque no distinga su forma sé perfectamente quiénes son. Ellas viven allí, y ya está. Al carecer de pies, cruzan el espacio flotando muy pegadas al suelo, pero sin tocarlo; nunca consigo entender el por qué lo hacen, pero no me importa. Ellas van a lo suyo, parlanchinas, sin afectarles para nada mi presencia. Dentro de la matrioshka las cosas ni importan ni se afectan. Las cosas existen sin más.
Es muy curioso. Por mucho que me paseo aún no he conseguido encontrarme con ninguna de las formas con las habitualmente convivo fuera. Ni con ninguna de las situaciones. Y, sin embargo, todo está contenido. Yo sé que existen aquí, porque puedo sentirlas, aunque no las vea ni las oiga. Es como pensar sin enjuiciar. Dentro de la matrioshka las cosas se vacían de sentido, y así se almacenan sin ocupar mucho espacio. Como la hierba prensada, la realidad externa se hace densa y pequeña, y al perder el espacio reservado al enjuiciamiento, puede ser almacenada completamente pura en el espesor de la corteza, pues no hay pasado ni futuro que la corrompa. Dentro de la matrioshka las cosas son eternas.
La muñeca que soy no pesa. Igual bucea libremente por los aires que vuela bajo las aguas del mar. Todo aquí es continuo cambio, porque habitan a la vez todas las posibilidades. No me es necesario frotar mis párpados con algodón y leche para descubrir si algo ha ocurrido, porque dentro de la matrioshka nada está parado. Todas las semillas de los infinitos sucesos germinan y conforman extensos prados de incertidumbre de los que brotan altas espigas que se alinean hasta querer traspasarme la corteza para parir fuera sus frutos. La creación fluye continuamente desde la mastrioshka.
El Mago Azul habita aquí dentro. Algunas veces me llama por mi nombre y otras veces me revela sus secretos, y siempre acude a mi llamada cuando me toca elegir una espiga dorada. Adoro sus relatos. Él, dibuja con su dedo algo tan simple como una espiral infinita y así hace que comprenda los misterios repetidos del aquí y del allá. Dentro de la matrioshka todos los misterios dejan de serlo.
Me dice el Mago, que el afuera no es más que el relleno de una matrioshka mayor, cuya cubierta de madera la conforma el universo material de lo percibido por medio de los sentidos. Y que ésta está contenida en otra aún mayor que contiene los infinitos universos. A medida que crecen en tamaño, las matrioshkas se hacen cada vez más huecas y su capa más fina, porque la cantidad de materia es siempre la misma para todas las muñecas, variando únicamente la densidad ¡Qué silencioso ha de ser el interior de la más grande de todas! Silencioso y eternamente imperturbable. Espero que no viva Dios allá, tan lejos. Debe de tener demasiado frío en ese último grano de la espiga rodeado de Nada.
Aquí y ahora estoy a gusto. Fluyo. Ruedo por los prados. Al incorporarme me recoloco la falda y entonces, en la cintura, rozo con los pulpejos de mis dedos la estrecha escotadura por donde me abro y comprendo mi envuelta. Acepto. Dentro de la marioshka todo se acepta.
No hay espejos. Cierro mis ojos. Me diluyo dentro de una gruesa capa de cubierta, que parece ser interminable. Estoy sumergida entre partículas de tierra enrollando mis dedos, mis brazos, mis piernas, mis cabellos en unas raíces tan gruesas que son casi troncos leñosos; sin embargo, siento la savia correr por dentro de sus vasos nutricios y ellos me conducen hacia abajo y me liberan en un espacio minúsculo en el que casi no existe ni un poquito de nada.
Soy minúscula. Soy un centro. Un núcleo denso. Una matrioshka maciza que pesa demasiado para su tamaño. No hay ya escotadura en mi cintura. Dentro de la última matrioshka todo se contiene y se carece de nada. Si es que vive Dios aquí, debe de pasar mucho calor, tan rodeado de Todo.
Abro los ojos. Termino de limpiar mi rostro con más algodón y leche. Todo sigue igual aquí, una noche más. Pero ya no importa.
Ahora sé que dentro, en lo más profundo de mí, existe en potencia absolutamente todo lo que necesito y que, si quiero, puedo hacer aflorar una espiga para compartir semillas con cualquiera de los infinitos universos de aquí y de allá hasta donde sólo habita la nada; compartir aquello que proporcione calor y también aquello que precise de diluirse en el vacío…
También sé que Dios habita aquí, y que gusta de desmaquillarse a mi lado; al fin y al cabo, de entre todos los posibles, es el lugar donde mejor temperatura hace.