Antonio Jesús Bellón Alcántara. Médico.
Cuando mis hijos eran pequeños ya hacía muchos años que yo había dejado de creer en Superman; por eso, cuando alguno de ellos hacía algo que a mi juicio era peligroso para su integridad física, yo le decía: “¿Te crees que eres Superman? ¡Superman no existe!”. Últimamente he caído en la cuenta de que yo estaba equivocado. Existen hombres y mujeres que no están hechos con los mismos mimbres que los demás mortales; es tal su categoría humana que podríamos decir que están constituidos no por ADN sino por super-ADN. Estas personas, tan diferentes al resto, perciben la vida como una misión y se entregan a ella con todas sus fuerzas, sin importarles los riesgos que puedan correr; son héroes anónimos. Es en la entrega a los demás donde encuentran el verdadero sentido de sus vidas. Tienen una filosofía de la vida muy distinta a la que impera en nuestra sociedad actual. No saben nada de lemas como “la mejor defensa es un buen ataque” o “devora antes de que te devoren”. Su lema es el mismísimo Evangelio de Jesús: “No hay amor más grande que dar la vida por los amigos” (Jn 15:13). ¿Y quiénes son los amigos de estos superhombres y supermujeres? Nada menos que la humanidad toda.
Gracias a los medios de comunicación sabemos que sí existen realmente estas personas excepcionales; últimamente hemos conocido a algunas de ellas, como Miguel Pajares y Manuel García Viejo, ambos fallecidos por el virus del Ébola mientras ejercían su labor asistencial sanitaria y misionera en África. Miguel tenía 75 años y Manuel, 70; a esas edades, cualquier hombre o mujer “normal” lo que desea es disfrutar de su jubilación en compañía de su familia y con la alegría de ver crecer a sus nietos. Pero no estamos hablando de personas corrientes sino de seres extraordinarios. Miguel, miembro de la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios desde los 12 años, estudió Enfermería, después se ordenó sacerdote y ha estado durante 18 años trabajando en misiones en distintos países, entre ellos Irlanda, Ghana o Liberia. Manuel, sacerdote y misionero, era médico especialista en medicina tropical y había dedicado los últimos 30 años de su vida a trabajar en África. Desde hacía 12 años dirigía el Hospital de San Juan de Dios en la capital de Sierra Leona, uno de los países más afectados por el Ébola. Estos curricula de Miguel y Manuel son, a mi juicio, extraordinarios, aunque sé que muchas personas no compartirán esta opinión. Por ello, quisiera terminar mi elogio de éstos y tantos otros héroes anónimos con este comentario valiente que he bajado de Internet:
“Yo soy ateo. No agnóstico. Ateo. O sea, que estoy convencido de que los curas se pasan la vida creyendo en una mentira. Creo, además, que toda mentira es dañina. Y de sobremesa en sobremesa exhibo con arrogancia mi materialismo. Pero la coquetería me dura hasta el preciso instante en que me entero de que un misionero se ha dejado la vida en Liberia por limpiarle las pústulas a unos negros moribundos. Entonces me faltan huevos para seguir impartiendo lecciones morales. Principalmente por lo aplastante del argumento geográfico. Él estaba allí con su mentira y yo aquí con mi racionalismo”.