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Empatía, confianza y autonomía en la relación médico-paciente

comcadiz by comcadiz
28 noviembre, 2025
in Deontología
Empatía, confianza y autonomía en la relación médico-paciente
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Pilar Martínez García, presidenta de la Comisión de Deontología del Colegio de Médicos de Cádiz (COMCADIZ)

En medicina, la técnica es imprescindible pero no suficiente. Lo que convierte una intervención en acto médico no es solo el conocimiento, sino la calidad del vínculo que se establece entre profesional y paciente. Un vínculo que no se improvisa, sino que se construye —día a día, gesto a gesto— sobre tres fundamentos éticos: la empatía, la confianza y la autonomía.

Este artículo reflexiona sobre ellos no desde la teoría, sino desde la experiencia vivida, el compromiso ético y la práctica cotidiana. Porque solo cuando se entrelazan, la medicina deja de ser procedimiento y se convierte en cuidado verdadero.

No se trata aquí de definir la empatía desde lo académico, sino desde lo vivido en la práctica clínica, porque la empatía, más que un concepto, es una forma de estar: una actitud ética.

La empatía clínica se sostiene sobre tres pilares. El primero es la actitud: la disposición interior a estar presente, a abrirse al otro con respeto y sensibilidad. El segundo son las competencias: habilidades que se aprenden y se entrenan, como la escucha activa, la adaptación del lenguaje y la percepción de lo no dicho. Y el tercero —el más decisivo— es la intención ética: el compromiso real de aliviar, cuidar y estar disponible.

Sin actitud, no hay apertura. Sin formación, no hay precisión. Y sin intención, no hay cuidado. Solo cuando estos tres elementos se articulan, la empatía transforma el vínculo en un acto  médico.

El médico amable saluda con cortesía, cuida las formas, procura no incomodar. Su trato es correcto, incluso afectuoso. Pero el médico empático, además, se detiene, escucha con atención plena, adapta su lenguaje, percibe lo que no se dice. No solo tranquiliza: reconoce. No solo informa: acompaña. No solo trata: cuida.

Para que la empatía florezca, no basta con percibir. Hace falta querer ayudar. La voluntad de cuidar es lo que le da sentido clínico. Sin ella, puede quedarse en una sensibilidad vacía.

Cuando está presente, la consulta deja de ser un trámite técnico y se convierte en un espacio de reconocimiento mutuo. El paciente se siente acogido, comprendido, acompañado. El profesional, por su parte, ejerce con mayor profundidad, sensibilidad y sentido.

La empatía devuelve a la medicina su dimensión más humana. Aunque desde hace años se trabaja en lo que hoy llamamos medicina centrada en el paciente —una medicina que mira al enfermo y no solo a la enfermedad—, esta idea no es nueva.  Ya Gregorio Marañón, como gran médico y humanista, lo expresó con claridad: “No hay enfermedades, sino enfermos.” Décadas después, Patch Adams lo encarnó con ternura y dignidad.

Este  término, medicina centrada en el paciente,  fue acuñado en 1969 por Michael y Enid Balint, como respuesta crítica a una medicina centrada en la enfermedad y en las necesidades técnicas del clínico. Su propuesta marcó un giro hacia el reconocimiento de la persona enferma como protagonista del proceso clínico y no como mera portadora de síntomas.

Ambos enfoques —el de Marañón y el de los Balint— nos recuerdan que el centro no está en el diagnóstico, sino en el encuentro. Que la medicina no se ejerce sobre cuerpos, sino junto a personas. Que cuidar no es solo curar, sino también comprender, respetar y  acompañar

Cuando hay empatía, puede surgir la confianza: esa seguridad íntima que siente el paciente al saber que será escuchado, comprendido y cuidado con respeto. Una confianza que, a su vez, le da libertad al médico para acompañar con honestidad y compromiso.

La confianza es el hilo que sostiene el vínculo clínico. No se da por supuesta. No se impone. Se inspira. Se construye con coherencia, presencia y respeto. Se cuida. Y sí: hay que trabajarla.

En la relación médica, la confianza permite que el paciente se implique en su proceso, que el profesional ejerza con profundidad, y que el encuentro se convierta en un espacio ético, no solo técnico.

No es un privilegio del médico, sino un regalo del paciente. Y puede perderse. Por eso, no basta con que el paciente “sienta” confianza: ese sentimiento debe estar sostenido por actos concretos. La confianza exige coherencia entre lo que el médico dice, hace y transmite. Exige respeto, continuidad, presencia.

Es, ante todo, una responsabilidad ética. Porque el médico tiene el deber moral de cuidar ese vínculo, de no traicionar la apertura del paciente, de no usar la confianza para imponer, sino para acompañar. La confianza obliga. No es un privilegio pues es un compromiso.

Y también es una competencia profesional. Porque construirla requiere habilidades que se aprenden, se entrenan, se evalúan: escuchar activamente, comunicar con claridad, sostener el vínculo incluso en momentos difíciles.

Sin confianza, el paciente se cierra, duda, se distancia. El médico se ve limitado, cuestionado. Y la medicina pierde su dimensión humana.

¿Qué aporta la confianza?

  • Para el paciente: seguridad emocional, libertad para expresarse, participación activa, mayor adherencia terapéutica, dignidad preservada.
  • Para el médico: acceso a información más completa, espacio para ejercer con profundidad, relación más humana y ética, menor riesgo de conflicto, satisfacción profesional.
  • Para ambos: un espacio compartido de respeto, diálogo y cuidado, donde la ciencia se pone al servicio de la dignidad, y la medicina se convierte en un verdadero acto de humanidad.

Solo cuando la confianza está presente, el paciente puede ejercer su autonomía con libertad, y el médico puede acompañar sin invadir. Porque la autonomía no nace del aislamiento, sino del vínculo que respeta.

Cuando hay confianza, el paciente puede caminar hacia su autonomía. Porque sin autonomía, la confianza se convierte en dependencia. Y sin confianza, la autonomía se transforma en soledad.

La autonomía no se otorga: se reconoce. Es la capacidad de decidir sobre la propia salud tras recibir información clara, suficiente y comprensible. Es participar activamente en el proceso clínico, siendo respetado en sus valores, prioridades y decisiones.

La Ley 41/2002, de autonomía del paciente, lo recoge con claridad: toda actuación sanitaria requiere un procedimiento que comienza con una información adecuada y culmina con el consentimiento informado. Pero la información no es un trámite: es el primer gesto de respeto y permite comprender, valorar, elegir.

No basta con informar: hay que hacerlo con claridad, con empatía, con tiempo. Porque una decisión solo es autónoma si está bien informada. Y una información solo es ética si está pensada para el paciente, no para cumplir un protocolo.

La autonomía se cultiva desde la confianza. Utiliza la información como herramienta, el diálogo como método, y se expresa en la decisión. Y cuando esa decisión se comparte —cuando el médico orienta sin imponer, y el paciente decide con conciencia— la medicina se convierte en encuentro.

Cuidar no es solo curar. Es también respetar —aunque no se comparta la elección del paciente—, informar con honestidad y acompañar con presencia ética.

Decidir qué camino tomar, qué tratamiento seguir, qué riesgos aceptar. Y en ese momento —ese momento clave— el paciente tiene la última palabra. Pero no está solo: está acompañado.

Solo desde ese respeto profundo puede surgir un verdadero diálogo. Un diálogo que no anula al médico ni aísla al paciente, sino que los vincula. Y es ahí donde aparece la toma de decisiones compartidas que es el destino ético al que debemos llegar. Porque solo allí —en ese espacio de diálogo, respeto y escucha mutua— la medicina se convierte en encuentro.

La autonomía no diluye responsabilidades: las enriquece. Permite que el saber técnico del médico y el saber vivido del paciente dialoguen, se escuchen, se reconozcan. Y en ese intercambio, la medicina recupera su dimensión más humana.

Cuidar en tiempos de cambio

Hoy, cuando la inteligencia artificial se asoma al horizonte clínico, los pilares de la empatía, la confianza y la autonomía se vuelven aún más necesarios. Porque por muy precisas que sean las herramientas, por muy vastos que sean los datos, el cuidado empieza siempre por mirar al otro como persona. El médico seguirá siendo garante de ese encuentro humano por su capacidad de escuchar con presencia, de orientar con respeto, de acompañar sin invadir. La medicina del futuro no será solo más tecnológica, será también más exigente en lo humano. Y ese desafío  (ético, clínico y emocional) nos recuerda que cuidar no es solo curar, sino también reconocer, sostener y respetar.

La reflexión sobre el futuro de la relación médico‑paciente nos lleva a imaginar escenarios donde la tecnología, en forma de androides, pueda acompañar el cuidado. Estos dispositivos, capaces de simular una voz cálida, una mirada cercana y gestos empáticos, no sentirán emociones, pero sí podrán transmitirlas de manera convincente. Su presencia abre oportunidades como  aliviar la soledad, apoyar en hospitales, reforzar la comunicación, aunque también plantea riesgos como que  la empatía simulada llegue a sustituir la autenticidad del vínculo humano.

La relación médico‑paciente puede transformarse en un triángulo: médico, paciente y androide (o algoritmo) en la que el  médico seguirá siendo el garante de la responsabilidad ética y de las decisiones clínicas,  el paciente, el centro de la atención, el androide, un apoyo técnico. El paciente debe saber quién decide y desde qué lugar.

Por ello, será imprescindible definir protocolos claros, elaborados por colegios médicos, comités de bioética, pacientes… Protocolos que aseguren que la tecnología acompañe sin reemplazar, que refuercen la humanidad en lugar de diluirla. Porque el futuro puede traer androides capaces de transmitir empatía simulada, pero la medicina seguirá necesitando la autenticidad del vínculo humano.

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