Por Mª del Carmen Caro López
Llegamos a Palermo, capital de Sicilia (Trinacria, tierra de los tres montículos, o Sikelia tierra de los síkulos) desde Málaga vía Roma, en un viaje que, desde el principio, se intuía corto y divertido; no solo por la maravillosa isla que íbamos a visitar, sino también por el grupo de compañeros y amigos tan excepcional que viajaba. El traslado en el vuelo “Air One” desde Roma así lo predecía.
Recorrimos la isla en ocho días, empezando por llegar a Palermo recorriendo la autovía donde la memoria de los jueces Falcone y Borselino está muy presente, y, aunque anochecido, el Monteperegrino, iluminado, nos dio la bienvenida. Y empieza el tour:
Ávidos de conocer, soltamos las maletas y nos fuimos por la Vía de la Libertad hacia el teatro Massimo, hermosísimo no solo arquitectónicamente, sino también por ser el mayor teatro de ópera de Italia; vuelta al hotel y cena. La pasta, el vino, las salsas, los postres, son reflejo de la vida siciliana, sencilla y solemne a la vez, cuando el olivo, la vid y los naranjos constituyen el núcleo y el marco de la isla.
En autobús (y sin wifi) recorrimos paisajes aceitunos hasta el pueblo medieval de Erice, y Monreale, ambos Patrimonio de la Humanidad, donde las huellas griegas, romanas, normandas, árabes y españolas, a través de los tiempos, han dejado huellas imborrables. De nuevo en Palermo contemplamos maravillados la Catedral y el Palacio Real normando con la Capilla Palatina.
Camino de Marsala (Lilibeum para los romanos), visitamos en Segesta un templo dórico sorprendentemente conservado, y entramos en la tierra de vinos siciliana por excelencia, por la Puerta Garibaldi al barrio español, donde se concentra el mayor número de edificios de valor histórico, su mercado, tiendas de exquisiteces y donde pudimos probar sus vinos. Siguiendo la ruta y próxima la hora de comer, visitamos el sitio arqueológico de Selinunte, cuya moneda tenía una hoja de apio en el anverso, tierra también del hinojo y con abundantes chumberas que recuerdan el mediterráneo español y donde degustamos el aceite de esa tierra.
Bordeando la costa llegamos a Agrigento (“hombres del campo”), frente a las islas Pelagias (Lampedusa, la más conocida) con el Valle de los Templos (el de la Concordia, de Heracles y el de Hera, los mejor conservados), la Necrópolis, los Atlantes y otros restos arqueológicos. En esta zona concurren antigüedad y modernidad, ya que en uno de los barrios, próximo al puerto de Agrigento, se ha rodado la famosa serie del Comisario Montalbano.
Desde el punto de vista visual, todo el sur de “la Sicilia” es la que representa la imagen más genuina y conocida de esa tierra; sus pueblos encaramados en las laderas de las montañas, como Montallegro, Catanissetta y Piazza Armerina, donde visitamos la Villa de Casale, nos transportan, rodeados del omnipresente olivo, hacia Catania.
El Duomo, la fuente del Amenano, la del Elefante y dos bandejas de “cannoli” nos dieron la bienvenida a Catania en una tarde brumosa, que impidió ver el volcán al fondo de la Vía del Etna, camino natural que siguió la lava en el siglo XVII hasta llegar a las puertas de la Catedral. Con campamento base en Catania nos desplazamos a Noto, capital del barroco siciliano, y a Siracusa, la más griega de las ciudades sicilianas, patria de Arquímedes, visitando el teatro griego, la isla de Ortigia, donde se conserva la planta de papiro regalo de Ptolomeo II a Hieron de Siracusa; la Catedral, la obra de Caravaggio “El entierro de Santa Lucía” en su iglesia.
Llegar a la cumbre del Etna desde Catania en funicular, jeep y, por último, a pie fue muy animado y con una temperatura cercana a los 0 grados, pero nada nos desanimó y cuando descendimos, rodeados de castaños y robles hasta la viña donde comimos, las vistas eran extraordinarias. Y llegamos a Taormina, desde donde pudimos observar por vez primera el estrecho de Mesina, a lo lejos, pero allí estaba. Desde lo más alto del teatro grecorromano se divisa Italia y pudimos comprender, si antes no lo habíamos hecho, por qué tantos pueblos han luchado por permanecer en esas tierras.
Recorriendo la costa llegamos a Mesina, la ciudad más continental y moderna de la isla, reconstruida casi en su totalidad tras las erupciones volcánicas y los bombardeos de la II Guerra Mundial. Su catedral, monumentos, las plazas y sus avenidas rememoran un pasado de historia y leyenda riquísimas. Con el estrecho plagado de barcos y transportes, fuimos dejando atrás Mesina, entre túneles y pinares, por la autovía que rodea la costa norte, donde el mar Tirreno nos permitió vislumbrar en el horizonte las islas Eolias con las siluetas de Stromboli y Vulcano. Milazzo, Barcellonna, Tyndari, Caronia, Cefalú, pueblos donde es posible la armonía entre el legado histórico y el turismo por su belleza y la de su entorno.
Y, de nuevo, en Palermo.
En todos los viajes se aprende algo. En éste, cada uno de nosotros se habrá nutrido de nuevas experiencias, costumbres, conocimientos… Así que esperamos nuevas propuestas para volver a encontrarnos.