José Enrique Izco Naranjo
Y entramos en Frómista, acompañados los últimos kilómetros por el Canal de Castilla, en su silencio fresco de lazarillo de peregrinos, hasta el puente sobre sus esclusas. Era nuestro final para un nuevo encuentro, pero antes…
Amanecía el 19 y las maletas estaban ya cargadas de ilusión y los viajeros esperando ser pronto peregrinos. La antigua estación nos contemplaba, en la distancia, con la envidia de querer ser uno de nosotros, cambiar la tristeza de la dejadez por la alegría de hacer Camino.
El tren se hizo sendero y nos fue llevando a los quince a Madrid, llegamos y pronto fuimos dieciséis y, tras un andar de andenes, cambiamos railes por asfalto para, al llegar a Burgos, ser ya los dieciocho caminantes que ansiaban ser, de nuevo, peregrinos.
Hace un año el río Oca nos despedía a la entrada de Villafranca. Este 20 de Agosto, Villafranca Montes de Oca nos saludaba enseñándonos la realidad del camino, era mañana reciente e iniciábamos una nueva etapa con la dureza del alto de Valbuena y el Puerto de la Pedraja. Hasta llegar a San Juan de Ortega atravesamos una zona boscosa y arbolada hasta las cercanías de la localidad, donde cultivos nos acercaban a su Monasterio y admiramos la capilla de San Nicolás de Bari y el capitel de la Anunciación. Antes de San Juan, un Oasis nos transmitía paz y energía en nuestro caminar. Nos quedaba llegar a Atapuerca, y fueron Agés y ese puente romano sobre el río Vena quienes contemplaron nuestros pasos para llegar y poner fin a nuestro primer día.
Lo volvimos a vivir: El Camino nunca es el mismo… para quien lo mira con el corazón.
La tarde nos llevó a Atapuerca, sus yacimientos, su trinchera, su sima de los huesos… dicen de ella una isla en el océano del tiempo, quizás, unas preguntas sin respuesta en un hoy, ¿tan distinto?. Y luego, Atapuerca, a los pies de la colina donde se alza su Iglesia de San Martin, nos quiso regalar un momento de recreación de la historia, donde García III y su hermano Fernando I se enfrentaban… y una traición ponía fin a la vida del rey García. De Atapuerca en fiestas y de un cortejo de nobles y reyes que se nos acercaba, despedíamos y quizás… ¿nos hará volver?.
Agés y Atapuerca nos daban su adiós para el segundo día. Nos esperaba una pista pedregosa que recordaba, en su subida, el esfuerzo del camino. Una gran cruz de madera nos guiaba a iniciar la bajada hasta el valle del río Pico, y Burgos se asomaba silenciosa esperándonos. Caminamos por Villalval, Cardeñuela Riopico y Orbaneja Riopico entre albergues y casas recias donde la piedra y el color de flores en sus ventanas y balcones nos hacían recordar la tierra castellana que pisábamos. Burgos se acercaba y en su majestuosidad nos ofrecía dos vías de llegada. Villafría era el sendero y un polígono industrial nos adentraba en la ciudad, el otro, una pista de tierra, junto a la valla de un callado aeropuerto, nos invitaba a recorrer, junto al río Arlanzón, la llegada a la capital castellana. Burgos se presentaba soberbia, de Cid y de gótico. La iglesia de San Lesmes nos acogió para poner fin al segundo día. Su sacristana selló las credenciales en el silencio del reposo del Patrón.
La Cartuja de Miraflores y la Abadía de San Pedro de Cardeña dieron esplendor a la tarde del lunes 21. En la abadía el recuerdo del Cid y de los Mártires de Cardeña se entremezclan desde la portada y la capilla barroca, donde los restos del Campeador empezaron su reposo, hasta en la leyenda del 6 de Agosto, donde la tierra del claustro se torna rojiza con la sangre de sus mártires. Y siempre, como lugar cidiano, un recuerdo a Babieca y una mirada a la torre donde Jimena lo espera. De la Cartuja, el sentimiento de recogimiento y austeridad en dos claustros y dos coros para padres y hermanos, la espiritualidad en ese retablo mayor donde un Pelícano, en la parte superior del crucificado, nos recuerda entrega y sacrificio y, al salir, esperándonos en su capilla, San Bruno, un momento para orar.
La tarde aún tenía que sorprendernos, era el retablo mayor de San Nicolás de Bari, donde Francisco y Simón de Colonia hacen de la piedra caliza una verdadera forma de hablar con Dios.
De los patronazgos del Santo de Bari, solo un recuerdo y una sonrisa.
Burgos nos veía partir en el amanecer del martes, la calle Fernán González escuchaba nuestros pasos en el caminar junto a la Catedral, el parque del Parral con sus árboles centenarios nos acompañaba en un “académico” adiós a la ciudad castellana. Pronto un sendero terrizo nos conducía hacia Tardajos, dejando olvidada Villalbilla entre campos de cultivos. En Tardajos, un mapa pétreo, a su entrada, nos señalaba que somos y adónde vamos. Desde allí y cruzando el río Arlanzón, entramos en Rabé de las Calzadas y en una ermita, pegada a su cementerio, una santa de la Caridad nos imponía una imagen de la Milagrosa ante la mirada de la Virgen del Monasterio. Un momento del Camino… donde el camino viene a tu encuentro.
Y en el frontón del camposanto una frase: “Templo de la verdad es el que miras, no desoigas la voz con que te advierte, que todo es ilusión menos la muerte”.
Caminando el páramo, con recuerdos de subidas y bajadas, llegamos a Hornillos del Camino.
Burgos, que nos regaló el adiós de peregrinos, nos acogía, en la tarde, de visitantes. Noelia cedió su magisterio a Nicolás, y Burgos en su majestuosidad no fue la misma. Andamos sus calles hasta el Palacio de los Condestables, la llamada Casa del Cordón, donde el paso del tiempo nos ha dejado de los sueños bajo sus artesonados, de Velascos y Reyes, al mercantilismo del cambio y el préstamo. Las Plazas de San Juan y del mercado menor, la Mayor hoy, las caminamos en una tarde calurosa y seca y supimos agradecer sus bancos y sus sombras. En su Plaza Mayor, con su estructura poligonal, apreciamos su Ayuntamiento junto a la Puerta de las Carretas, haciendo frontera al paseo del Espolón, donde unos centenarios plataneros dan esa sobriedad de ciudad Campeadora.
Pero su fábrica gótica nos esperaba, La Catedral de Santa María nos abría sus puertas para admirarla. Antes, desde fuera, contemplamos como esas agujas imposibles derraman belleza y admiración en un rezar continuo hacia ese cielo al que apuntan. Dentro, apreciamos como en su renacentista Escalera Dorada, en su cimborrio gótico-plateresco, en su impresionante retablo, en la Capilla del Condestable, en los relieves calizos de su girola, los Juan y Simón de Colonia, los Gil y Diego de Siloé o Felipe Vigarny habían creado tanta belleza, tanto esplendor que el rezo solo puede estar en la contemplación. Para la oración volvimos a entrar por la fachada de Santa María, escuchamos las campanadas del Papamoscas y presenciamos la devoción al Cristo de Burgos, pero fue en un grupo de jóvenes, de camisetas negras, empujando unas sillas de ruedas donde vimos otro momento del Camino.
Del Himno a Burgos, unas servilletas y solo quedaba ensayar.
Amanecía la cuarta etapa, Hornillos iba quedando atrapada en el recuerdo, el esfuerzo de esos pasos entre campos de cereales y girasoles, en un camino pedregoso a ratos, terroso otros, y orillado de moras nos iba llevando cerca de San Bol, pasando antes por una cruz de Santiago que nos recordaba, nuestro, hacia dónde vamos. Caminamos en el mismo paisaje de continuos desniveles hasta llegar a Hontanas, pueblo escondido y oculto donde en su iglesia de la Inmaculada Concepción, al lado de su retablo barroco sobre base de piedra, unas fotos, un altar de Testigos, nos invitaba al silencio, a la admiración y a la superación. Seguimos hacia el Convento de San Antón, fue el asfalto el que nos acercó a ese lugar mágico donde el ayer y el hoy quieren volver a ser, auxilio de peregrinos, mientras…dos arcos nos separaban la carretera del cielo. Sellamos en la hospitalidad de las ruinas y el frescor de unas sandías, y la compañía, nos hizo más increíble y divertido el momento.
Repusimos fuerzas, antes de iniciar la tarde, con una de las maravillosas degustaciones que, diariamente, nos presentaban en el hotel. Excelente trato y excelente elección.
El Monasterio de Santa María la Real de las Huelgas y el Museo de la Evolución compartieron la tarde. Burgos seguía sorprendiéndonos y Noelia, tras un pequeño disgusto, disfrutó y nos hizo disfrutar, como ella nos decía, del emblema de la ciudad: “su” monasterio de las Huelgas. Admiramos sus claustros, el de San Fernando y el impresionante de las Claustrillas, su Sala Capitular, sus Capillas, su pórtico de los Caballeros y su museo de ricas telas. Supimos del poder de la abadesa y apreciamos ese pendón de las Navas, trofeo conquistado en guerra con almohades y que con tanta seguridad es guardado hoy.
De los controles de seguridad y de alguna alarma ficticia que sonó… mejor no recordarlo.
En el Museo de la Evolución Humana la historia de un ayer, en el interior, con Atapuerca, los Miguelón, Isidro o Excalibur como piezas más importantes de sus yacimientos y la evolución con Darwin o Morgan, o contemplar lo que pudimos ser, desde Lucy al Homo antecesor, y en el exterior, los avances del hoy, de una arquitectura que se simboliza en la estructura de color rojizo que sostiene todo el Complejo.
El ayer de dónde venimos con el hoy de que somos capaces de lograr.
Y luego el Bar Victoria escuchó nuestras voces… sobre todo una, de la que aún hoy se habla en la ciudad.
Iniciamos nuestra 5ª etapa y San Antón iba quedando difuso a nuestra espalda. Era un comienzo tranquilo hasta Castrojeriz. Atravesamos su calle camino, contemplando su pasado Antoniano en su crucero, admirando su iglesia Nuestra Señora del Manzano, con su retablo a la Inmaculada y la exposición en honor a la Virgen y, a la salida, en una capilla lateral, el retablo del siglo XIII de la Virgen de Castrojeriz, y salíamos, de la ayer colegiata, con una cruz de tau para acompañarnos en nuestro camino. Continuando el andar por esa calle real, pasamos por el osario de su Iglesia de Santo Domingo, ¡oh muerte¡ ¡oh eternidad¡ nos recordaba su leyenda, y por la Iglesía de San Juan, pero antes, casi sin querer, entre Santo Domingo y San Juan, un pequeño cartel, tan distinto como emotivo, nos anunciaba otra forma de hospedar: Hospital del Alma… y una frase: “el lujo de esta casa es el silencio”.
Quedó atrás Castrojeriz y recordando aún la frase llegaba el alto de Mostelares. La dureza que se divisaba desde el cauce del rio Odrilla era cierta, el esfuerzo ante el cansancio, el ánimo ante la fatiga, la dificultad, nos ponía a prueba en este andar peregrino. El ascenso tenía su recompensa con una vista de la vieja Castilla, la respiración iba dejando paso al sosiego y de inmediato una bajada arriesgada e intensa nos hacía llegar a una meseta de campos de cereal y alpacas de paja que nos acompañaron en nuestro caminar hasta Puente Fitero, sobre el Pisuerga, junto al antiguo Hospital de peregrinos de San Nicolas.
El Pisuerga nos entraba a Palencia y once arcadas medievales nos marcaban el final de la penúltima jornada.
La tarde empezó temprano, Covarrubias nos quería enseñar cómo perderse en sus calles, y conocer su historia, desde su divino Vallés, a su triste princesa Kristina, sus casas de adobe con entramado de madera, como la de doña Sancha, o el torreón de Fernán González donde dicen que tanto lloró a su pastor la infanta doña Urraca. Y su Colegiata de San Cosme y San Damián, de retablo y altares barrocos, en donde su órgano de tubos horizontales, del siglo X, cuando suena, cura la melancolía de la princesa que descansa junto al claustro. Y, sobre todo, su extraordinario Tríptico de la Adoración de los Reyes Magos, donde la influencia de los Siloé es tan enigmática como la representación del número tres. Una maravillosa Epifanía.
Salíamos de Covarrubias a Silos y Jorge nos fue llevando entre sabinares que acompaña la carretera hasta el Monasterio. En la abadía benedictina paseamos su claustro inferior, entre columnas dobles que, en sus diferencias, nos descubren los distintos autores que lo embellecieron. Contemplamos las escenas de sus ángulos, de la anunciación, de la ascensión, de la duda de Tomás, de Emaús… y la Botica.
Eran las ocho de la tarde cuando una paz en forma de Vísperas nos fue llenando de Camino.
Y unos corzos, en el regreso, quisieron distraernos el atardecer del jueves.
Fitero nos despedía la mañana anterior y nos recibía en su amanecer del 25 de Agosto para nuestra última etapa. Nos adentramos en Palencia por una pista arenosa, camino de Itero de la Vega, dejando atrás un Pisuerga taciturno y umbrío. Unos cipreses marcaban la entrada de la población y un Rollo de justicia sus derechos de soberanía, la iglesia de San Pedro nos veía pasar en un silencio oscuro de sus impenetrables puertas. Salíamos de Itero y, de nuevo, caminábamos Tierra de Campos. Terrenos de alfalfa y maíz nos acompañaban en nuestro andar hacia Boadilla del Camino. Unas cigüeñas aprovechaban la siembra y nos miraban, a lo lejos, con la envidia de saber quiénes éramos y hacia donde nos dirigíamos.
Un rótulo de piedra de “Antigua aldea de Fompedraza”, un canal sobre el Pisuerga y un Otero suave nos acercaron a Boadilla del Camino. Su fuente vieja a la entrada y su Rollo gótico, privilegio de Enrique IV, nos trasladó a su pasado. Nos quedaba llegar a Frómista.
Que la tierra se vaya haciendo camino antes tus pasos…
Y nuestros pasos se acercaron al Canal de Castilla para caminarlo. Sus sombras, su brisa recordando atlántico, nos alegraba esa soledad, ese andar de silencios, ese cansancio… y pronto fue todo logro, meta, superación. Unas esclusas fueron el final, Frómista nuestro nuevo destino.
El autobús, el nuevo, nos escuchó cantar. La alegría estaba en cada rostro. Sonrisas y voces rompían el esfuerzo de seis jornadas, nos quedaba Oña y Frías pero sabíamos que la Villa del Milagro nos esperaba para el año que viene.
De la tarde, la Comarca de La Bureba con su corredor, origen de tiempos pretéritos, sus montes Obarenses, Briviesca, sus caballos losinos… y llegando a la Villa de Oña, pasar bajo su puerta de las Estrellas hasta el Monasterio de San Salvador. Una impresionante escalinata nos acercaba a su entrada, “el atrio del Cid”, una soberbia puerta gótico-mudejar bajo un arco de medio punto y un fresco en el techo de la pasión, sobriedad y esplendor. Pasado el pórtico nos aguardaba, los frescos de Santa María Egipciaca, una talla románica de un Cristo crucificado, el Cristo de Santa Trigidia, también llamado Cristo de Oña, el órgano barroco de más de 1100 tubos, sus panteones reales y condales guardando el gran retablo barroco que bajo su arco baldaquino guarda las reliquias de San Iñigo, abad y patrono. El suelo rojizo de su Sala Capitular lo paseamos para admirar su claustro.
El tiempo corría y una Oña en fiestas dejábamos atrás, recordando aún a ese fray Ponce de León que inició un camino para dar voz a quien hablar no puede y que descansa en el silencio del olvidado monasterio. Como su iglesia.
Salíamos hacia Frias por el desfiladero del río Oca, continuamos cercanos al Ebro hasta la comarca de Las Merindades, su comarca. Un puente medieval, quizás romano, nos entraba a Frías. Sus once ojos y sus almenas veían refrescarse a unos vecinos que combatían así una tarde calurosa y tórrida. La caminamos y la disfrutamos en el recuerdo de otras tierras… Cuenca, Ronda, Olvera, se nos venían a la cabeza en un ir y venir de imágenes, sus casas colgadas, su paisaje para esa foto inmortal, el castillo imposible sobre la roca, eran momentos ya vividos y que volvíamos a admirar. Supimos de sus lagares, vimos sus huertas desde la Iglesia de San Vicente y oímos entre sus piedras “nos non venimos de reyes, que reyes vienen de nos”
La tarde recorría su última luz y la carretera apagaba la distancia al hotel. La cena nos abrió las puertas de la noche y en una terraza, allá donde el cielo se unía con las azoteas, se bailó y se disfrutó para demostrar que la felicidad siempre está en el camino del corazón.
Lo superamos peregrinos. Desde mi lado izquierdo a tu lado izquierdo te abrazo.
Y Frómista quedó esperándonos.