Jesús Vegazo Palacios. Licenciado en Geografía Humana por la Universidad de Sevilla. Jefe del Departamento de Geografía e Historia en el IES “Cástulo” de Linares (Jaén).
En los albores del siglo xix, una prestigiosa élite de galenos asumió el colosal reto de contener la epidemia de la viruela en la costa noroeste de Cádiz, la afección contagiosa más mortífera del Antiguo Régimen. Bajo la protección de la ilustrada Sociedad Económica de Amigos del País de Sanlúcar de Barrameda y del oficial supernumerario de la Secretaría de Estado y del Despacho Universal de Guerra, Francisco Amorós Ondeano, estos clarividentes hombres de ciencia retaron a la fatalidad tras embarcarse en un impredecible proyecto: impeler una campaña popular gratuita de inmunización, valiéndose de la serosidad de la viruela vacuna[1].
A las doce de la mañana del 30 de enero de 1804, la Casa-Hospicio de Niñas Huérfanas y Desamparadas abrió los portones para inaugurar el programa de vacunación antivariólica. Minutos antes, el pus en sazon había sido manipulado por Antonio Verdes, médico titular de la ciudad, e Idelfonso Marín, cirujano del Regimiento de Infantería de España[2]. Fue el principio de una frenética lucha sin cuartel ante el avance de la devastadora enfermedad por medio de maratonianas sesiones de inoculaciones a recién nacidos, zagales, hombres y mujeres de toda condición social y profesional. Pronto, los resultados avalaron a quienes habían elogiado a la razón y denostado la superstición.
[1] VEGAZO PALACIOS, Jesús (2025): Viruela y vacunación. La campaña filantrópica de la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Sanlúcar de Barrameda. Kaizen Académico. Cádiz.
[2] Archivo de la Diputación Provincial de Cádiz (ADPC). Libro 1.834. Registro de Vacunacion 1804.

Aun así, la cadencia de las intervenciones era exasperadamente lenta. Los cirujanos continuaban usando las clásicas agujas para operaciones conocidas por «pico de liebre», que gradualmente fueron desplazando a las temibles lancetas de plata o de hierro. La insoportable aflicción de las incisiones con estos escalpelos motivaba que los más pequeños rehusaran a recibir la vacuna, siendo el mayor obstáculo para el éxito de la campaña. Ante esta eventualidad, el facultativo Francisco de Paula González ingenió y concibió en Sanlúcar de Barrameda el primer modelo del mundo de aguja subcutánea alabeada, más fina y eficiente en las cesuras, axial de la cirugía de precisión: la «ahuja corba de filos anchos y cortantes que para este efecto el espresado cirujano Dn. Francisco Gonzalez inventó y mandó fabricar […]»[1]. En realidad, su avanzado diseño reemplazaba la obsoleta técnica mediante punción con el rudo alfiler o aguja caucásica de Georgia y Circasia[2]. Las virtudes de este deslumbrante descubrimiento residían no sólo en su fácil manejo de tal manera que podía ser empleada por bisoños médicos, sino también en el hecho de que los cortes en el antebrazo causaban menos dolor: «mortifica menos a los parbulos con este instrumento [la aguja curva] y se demuestra queda bien hecha la operacion»[3].
Se aplicó por primera vez durante la vacunación del 2 de marzo de 1804 en las salas habilitadas de la Casa-Hospicio. Fue la niña de 11 años, María de la Concepción Canseco, residente en la calle Santo Domingo, número 46 de Sanlúcar, quien recibió la secreción vacuna con esta innovadora aguja.
[1] Ibidem.
[2] PERALES, Juan Bautista (1848): Manual Histórico de la Medicina Jeneral Tomo Primero, p. 94. Valencia. Imprenta de D. Mariano de Cabrerizo. En realidad, se trataba de un cuerpo delgado y puntiagudo con el que se picaba e impregnaba bajo la piel del paciente el pus de un enfermo que había superado la afección de la viruela. En Panorama. Periódico Literario que se publica todos los jueves. Segunda Época. Tomo II, p. 28. Madrid. Imprenta que fue de Doña Catalina Piñuela a cargo de Barbón, calle del Amor de Dios, número 7. Año 1839.
[3] ADPC. Ibid.