Antonio Ares Camerino
La libertad, en los últimos tiempos, se está convirtiendo en un término tan manido que lo mismo lo usan como consigna los de un extremo que los del lado contrario. Eso hace que se haya transformado en un concepto tan vacuo que cada uno lo interpreta según su interés, como quiere y le conviene.
Libertad es poder cambiar de canal de televisión, es poder comer chuletones al punto, es poder transgredir las mínimas normas de comportamiento en las calles sin miedo a que nadie me pueda recriminar nada, y si lo hacen mi derecho individual estará por encima del bienestar de la comunidad. Libertad es poder renegar de la cuna, es decidir si soy binario o sin sexo sin identificar, a una edad en la que aún no se puede decidir con el voto. Libertad es poder decidir si me vacuno o no, sin importarme la salud de los míos ni las de mi vecindario. Es poder renegar de la evidencia y lanzarme a los brazos de gurús y de teorías de la conspiración.
Visto lo visto, la salud es algo más preciso y constatable. O se tiene o no se tiene. Sólo basta conocer nuestro historial clínico, y sabremos los riesgos y probabilidades de que ese valor tan preciado se pueda quebrar en un abrir y cerrar de ojos. La subjetividad y la objetividad de nuestra salud son ya el paradigma de nuestra existencia.
El Gobierno de turno, con la tormenta pandémica sobre la cabeza, decidió entre las tres opciones disponibles en el ordenamiento jurídico de la Constitución Española en su artículo 116. Entre el Estado de Alarma, el de Excepción o el de Sitio, se decantó por el menos agresivo, por aquella opción que menos cercenaba la libertad individual, y que más se adaptaba a las condiciones a las que nos estaba arrinconando el maldito virus. Tras varias prorrogas, en las que se consiguió la aprobación del Congreso de los Diputados, la ciudadanía empezó a sentirse más protegida. Ya no era cuestión de defender un derecho fundamental, era cuestión de salvar nuestra vida y la de nuestros seres queridos.
La Ley Orgánica 4/1981 de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio (BOE número 134 de 05/06/1981), recoge en su Capítulo II, artículo 4, que “el Gobierno en uso de sus facultades podrá declarar el estado de alarma, en todo o parte del territorio nacional cuando se produzcan crisis sanitarias, tales como epidemias y situaciones de contaminación graves”.
Después de más de un año, de cerca de 100.000 muertos, de más de cuatro millones de infectados, de un país devastado por el dolor, de una economía al borde de la quiebra y de unas consecuencias tan impredecibles que ni los más optimistas dan crédito de algo de color, los señores magistrados del Tribunal Constitucional han tenido a bien dignarse a dictar su sentencia, según ellos, irrefutable. Por la mínima se han decantado por decidir que todo fue excesivo, que no era para tanto, que se podía haber esperado con tal de no conculcar algunos de los derechos fundamentales cuando uno está a las expensas de una pandemia que nos puede llevar por delante. A la saga dictan, con cierto afán de protagonismo, sentencias contundentes los diversos Tribunales Supriores de Justicia de este fragmentando territorio.
La contundencia de los datos nos ha venido a demostrar que el confinamiento salvó cientos de miles de vida. Que ante tanto dolor y muerte fue la única herramienta de contención que puso barreras ante este traicionero virus. Que la sensatez de la ciudadanía estuvo siempre por encima de decisiones políticas y de recomendaciones administrativas.
Aún nos reverberan en la memoria las imágenes de ancianos encerrados en sus habitaciones sin el derecho fundamental a la asistencia sanitaria por la ineficacia de las administraciones y los dardos envenenados de las competencias en materia de salud y servicios sociales. Recordamos a cientos de miles de trabajadores y trabajadoras que a diario se exponían al virus sin los mínimos medios de protección que pudieran garantizar su seguridad y su salud y la de los suyos. Sabemos que desde entonces todo ha sido una montaña rusa de subir y bajar. Todo ha sido tan insustancial que ha propiciado el terreno abonado para especulaciones y disidencias. Nadie, ni incluso las personas más doctas en la materia, han sido capaces de mantener una verdad más allá de una semana. Después de tanto sufrimiento nos volvemos a encontrar cerca de la casilla de salida. A pesar de lo que se ha avanzado las dudas aparecen sin cesar por todos lados. La solución se prevé lejos y casi seguro que su trayecto será duro sin paliativos.
Intentar simplificar nuestra salud a una simple razón de un derecho es ser corto de miras. La vida no se dirime en los tribunales sino a pie de cama de la persona que sufre, y que estaría dispuesta a renunciar a lo que fuera con tal de salir airosa de la lucha desigual. Decidir cuándo se aplica una terapia arriesgada o cuando se desconecta a una persona en situación terminal sí que es de transcendencia. Mucho más que una votación por la mínima realizada en un despacho confortable y con el único equipo de protección individual que un aparato de aire acondicionado, equilibrado en temperatura y humedad. Los que aplican las leyes son personas, y como tales imperfectas.
Dicen que la justicia cuando se aplica tarde no es justicia. Estamos asistiendo a un filtrado de competencias entre los poderes del Estado que hacen que esa permeabilidad nos lleve a una situación en la que se perjudica a la ciudadanía que se encuentra desconcertada y desengañada ante tanto despropósito intencionado.
Muchos son los problemas que acucian a este país. Y posiblemente la decisión más acertada, deseada y reclamada por todos haya sido el confinamiento durante meses. Sólo hace falta ver la situación en la que nos encontramos. Más libres, pero en plena quinta ola.
“Un juez del Tribunal Constitucional es un señor que ha cantado los temas para aprobar una oposición y que no tiene ni idea de epidemiología, ni de salud pública, y al que le importa un bledo la salud de la población, siempre y cuando se juste a derecho”.