Con frecuencia saltan informaciones en los medios de comunicación sobre casos de pacientes que soportan enfermedades crónicas o incurables, y deciden ellos o sus familiares cuando no pueden decidir por sí mismos que una vida en esas condiciones no merece ser vivida, en aras de la dignidad de la persona y de su final. Esto va calando progresivamente en la sociedad y va desorientando, a mi modo de ver, el concepto que en nuestro medio se ha mantenido siempre sobre el tema, independientemente de las creencias religiosas de cada cual. Y, como dice el refrán castellano, “continua gotera horada la piedra”.
Recientemente hemos tenido ocasión de asistir al debate sobre la pequeña ingresada en un hospital gallego.
Los médicos siempre nos hemos distinguido por ser defensores de la vida, y aunque pueda haber corrientes que no estén de acuerdo con esta premisa, siempre la profesión ha tenido como norte de su actividad el aliviar, consolar y cuando sea posible curar. Pero nunca el alivio debe llevar a acceder a prácticas que éticamente no son aceptables.
Hoy disponemos de medios para evitar el sufrimiento, evitando tratamientos fútiles y limitándolos solo a lo razonable y necesario. También ha de saberse diferenciar lo que es tratamiento de lo que es el cuidado básico del paciente.
La atención al enfermo ha mejorado considerablemente en los últimos años, pero no ha eliminado el sufrimiento que proporciona la enfermedad. Los avances realizados han permitido la supervivencia en todas las edades de patologías que han pasado de ser mortales a ser crónicas o incurables. Esto ha permitido el nacimiento de la Medicina Paliativa, cuyo desarrollo va aumentando y permite una calidad de vida impensable para estos enfermos hace poco tiempo. Cuando se está ante una enfermedad que produce un gran deterioro cognitivo e irreversible por procesos oncológicos o de fracaso multiorgánico, o ante un estado vegetativo persistente, la limitación del esfuerzo terapéutico está más que justificada, pero eso no tiene nada que ver con la decisión de terminar con la vida antes de que se produzca su fin natural, aduciendo una falta de dignidad para la persona que llega a esas situaciones.
De todas formas, hay que analizar cada caso, ayudados por profesionales experimentados en ética asistencial, detectando los problemas tratables o controlables con los recursos disponibles, evitando peticiones derivadas de cuidados insuficientes. Se pueden establecer planes de actuación ante un posible agravamiento consiguiendo así una situación digna, de forma que ni el paciente ni sus familiares consideren la muerte como la única opción. La vida terminaría extinguiéndose de forma natural y el médico se sentiría satisfecho de haber hecho lo posible por cuidarle hasta el último momento.
Actualmente hay una tendencia, que yo comparto, de que los cuidados paliativos se lleven a cabo en el domicilio. De esta forma, la muerte llega al enfermo rodeado y cuidado por sus seres queridos, no en el ambiente frío de un hospital conectado a múltiples aparatos, pero falto del calor familiar y de la intimidad tan necesaria e importante en un momento tan crucial.