Nuestro día a día en la consulta se llena de pequeños y vitales acontecimientos: muchos agradables y de otros más vale ni comentar… Pero al final de la jornada, y puede que por simple mecanismo de supervivencia, algo de egocentrismo larvario, y automotivación… nos relamemos con lo que pensamos hemos hecho bien. De otra manera, nos costaría cada vez más volver a la consulta y afrontaríamos su entrada al igual que una trinchera. Vamos, que de hecho, en muchas ocasiones, decimos que la primaria son las trincheras de la sanidad: con todo el orgullo.
Unos de esos días son los que una patología inicialmente benigna se malogra en algo más serio y que, además de poner en peligro al paciente, le obliga a tomar una serie de decisiones mayores en su día a día. Si en el diagnóstico se asocia el nombre de pila “cáncer”, los tintes se vuelven agridulces en extremo duro.
Si bien acompañas al paciente, le ayudas con tus pócimas, tus buenas palabras, ánimos y apoyo, llega un momento en que ves que no puedes hacer más, y el paciente te sigue poniendo la cara de precisar algo más… algo que le explote delante a modo de impacto mágico y con chispa… No sabes por dónde ayudarle.
Pero en esos momentos de incertidumbre, congoja, pesar e impotencia te surge de forma espontánea y casi inesperada un sabio recurso que muchas veces no sabemos usar: el abrazo.
No te queda otra forma de poder sopesar su pesar, miedos, lamentos, congojas e incertidumbre.
El suave poder terapéutico del abrazo tuve el honor de ponerlo en práctica hace unos días, y no se realmente si me suplió más a mí que al paciente. Sé que le alivió en parte su pesar, pues creo que era algo que no esperaba, pero es que ni yo lo tenía previsto. Surgió de forma súbita.
Cuando con ciencia no conseguimos algo, nos queda nuestro propio arte y, sobre todo, nuestra candidez humana.
Dios la bendiga y nos ayude a todos a saber acompañarla en el camino que se la pueda plantear.
Dr. Manuel María Ortega Marlasca.
Médico de familia