Antonio Jesús Bellón Alcántara. Doctor y Académico Correspondiente de Medicina. Especialista en Medicina Interna y Aparato Digestivo
Érase una vez un organismo humano que funcionaba “de maravilla”, pues todos sus órganos y sistemas se esforzaban continuamente para dar lo mejor de sí mismos en perfecta armonía, como si de un equipo de natación sincronizada se tratara.
Pasó el tiempo y aquel organismo se convirtió en la envidia de los demás, pues solo padecía esporádicamente alguna enfermedad leve y seguía conservando su juventud y lozanía.
Un buen día, la prensa de todo el mundo se hizo eco de una magnífica noticia: la comunidad científica internacional afirmaba con satisfacción que habían sido superados todos los obstáculos para realizar determinados tipos de trasplantes; a partir de aquel momento podrían trasplantarse todo tipo de órganos, excepto el cerebro, ya que al trasplantar un cerebro completo de un donante a un receptor, éste último pasaría automáticamente a ser otra persona instalada en ese cuerpo, puesto que en el cerebro se localiza todo aquello que nos distingue esencialmente de los demás: nuestra propia personalidad, nuestros conocimientos, nuestra capacidad de abstracción, nuestra memoria, nuestro lenguaje, nuestros sentimientos, nuestras vivencias, nuestra biografía…
Aquel día, el cerebro de tan magnífico organismo se encontró al corazón y le dijo: << ¿Te has enterado ya de la noticia que publican todos los periódicos? >>. <<Aún no he tenido tiempo de leer la prensa de hoy>>, le respondió el corazón. El cerebro, henchido de soberbia y vanidad, le espetó: << Eres un verdadero esclavo, pues nunca puedes parar de trabajar ni al menos unos minutos para poder leer la prensa. Yo, en cambio, descanso cuando quiero y duermo cuando me apetece. Solo eres una bomba aspirante-impelente que puede sustituirse sin problemas cuando se estropea. Yo, por contra, soy insustituible, por eso no se me puede trasplantar. Doy gracias por ser un ente inteligente y pensante y no un simple motor como tú >>.
El cerebro jugaba siempre con ventaja respecto a los demás órganos, pues era el único que podía pensar y razonar al estar dotado de inteligencia. Aquel día estaba tan eufórico y orgulloso de sí mismo que invitó al corazón a visitar su centro de control, un lugar secreto al que jamás había permitido entrar a nadie. El corazón se quedó perplejo y anonadado al contemplar una estancia inmensa y luminosa con un sinfín de departamentos e imágenes bellísimas, así como hombres, mujeres y niños realizando muy diversas actividades (Figura 1).

El cerebro acompañaba sonriente al corazón y le iba enseñando al detalle los diferentes departamentos. << Este es el tallo o tronco encefálico >>, indicó al corazón; << además de conectarme con el resto del cuerpo mediante la médula espinal, controla funciones vitales, como tu propio ritmo cardíaco, la digestión, la respiración y la presión arterial. Todos estos sensores indican permanentemente que su funcionamiento es correcto y, en el caso improbable de que así no fuera, saltarían todas estas alarmas. Este que ves aquí es el cerebelo, encargado de mantener el equilibrio, la postura y la coordinación de los movimientos…>>.
<< ¿Qué hay detrás de esa puerta blindada? >>, le preguntó el corazón interrumpiendo su perorata. << Lo siento, pero ahí no puedes entrar porque es donde guardo todos mis secretos: mis sentimientos, mis emociones, mis recuerdos, mis pensamientos, mi gran inteligencia, etc. Si entraras ahí llegarías a saber tanto como yo, y eso no lo puedo permitir. Lo único que puedo decirte es que ese es mi puesto de mando, desde donde te controlo a ti y a todos los demás órganos. Por eso soy el gran jefe, el único órgano imprescindible que no puede ser sustituido mediante un trasplante >>. El cerebro se dio media vuelta, soltó una gran carcajada y dijo al corazón: << ¡Lárgate, ya has visto bastante! >>.
El corazón había permanecido callado hasta aquel momento, pero ya no podía aguantar más las insolencias y el desprecio del cerebro. << Pero, ¿qué te has creído, enano soberbio, que puedes tratarme como si yo fuera una aljofifa? >>, le gritó encolerizado. << ¡Soy el corazón y si yo me paro, tú y todos los demás órganos os morís de inmediato! >>.
La discusión entre ambos era cada vez más violenta, hasta el punto de que los otros órganos acudieron sobresaltados para ver qué ocurría.
El pulmón, al ver al corazón en apuros, salió en su defensa y gritaba al cerebro: << ¿Crees que eres el órgano más importante? ¿Acaso no sabes que si dejo de respirar, tú morirás por falta de oxígeno? ¿No comprendes, tú que te crees tan listo, que todos los órganos nos necesitamos mutuamente? >>.
Seguidamente, intervinieron en la discusión el páncreas, el riñón, el estómago, el intestino, etc., cada uno de ellos poniendo en valor sus propios méritos y afeando la conducta del cerebro, pero éste no escuchaba a nadie.
El último en llegar fue, como siempre, el apéndice, pues caminaba reptando y con pasos muy pequeños. << ¿Qué haces aquí, gusano inmundo? >>, le espetó el cerebro. << Tu sitio está en el cubo de la basura de los quirófanos, con las demás inmundicias, adonde te arrojan con sumo gusto los cirujanos de todo el mundo. ¡Lárgate de aquí! >>.
<< Yo no soy ningún gusano, replicó el apéndice >>. Todos rieron a carcajadas. << Pero si no puedes negarlo >>, le contestó el cerebro. << ¿Acaso no te llamas apéndice vermiforme? >>. Todos volvieron a reír. El apéndice enrojeció de vergüenza, bajó la cabeza y se marchó mohíno y silencioso. Aquella noche no podía dormir por el sofocón que se había llevado y comenzó a hincharse cada vez más.
El hígado, con su flema habitual, había permanecido callado hasta aquel momento pero, ante la contumacia del cerebro, tomó la palabra y le dijo sosegadamente: << Todos sabemos que eres un órgano muy importante y reconocemos tu valía, pero el problema es que tú no quieres reconocer la nuestra. Sin ir más lejos, yo mismo desarrollo más de 500 funciones vitales, sin las cuales tú no podrías vivir >>.
El cerebro, por primera vez pareció calmado y dijo: << ¡Está bien! Hagamos un concurso de méritos y veamos de una vez para siempre lo que valemos cada uno. Mañana nos volveremos a reunir aquí y un jurado, presidido por mí, hará una valoración justa de los méritos y elegirá al ganador >>. Todos asintieron con la cabeza y se retiraron para empezar a recopilar los méritos que iba a presentar cada uno.
A la mañana siguiente, todos los órganos iban llegando al punto de reunión llevando sus méritos en portafolios, salvo el cerebro que necesitó un trolley, tan abultada era la documentación que portaba.
<< Buenos días >>, dijo el cerebro. << Nos hemos reunido hoy aquí para atajar, de una vez por todas, las discusiones existentes sobre cuál es el órgano más importante del cuerpo humano; aunque solamente tenéis que ver la diferencia que existe entre vuestros escuálidos portafolios y mi orondo trolley para daros cuenta de que mis méritos son infinitamente más numerosos que los vuestros. No obstante, el jurado evaluará los méritos de cada uno de nosotros y finalmente emitirá un veredicto justo que será inapelable y que todos deberemos aceptar de buen grado. Disponéis cada uno de treinta minutos para la exposición >>. Como siempre, todos los presentes asintieron con la cabeza ya que no tenían otra opción al carecer de raciocinio.
En el turno de mañana intervinieron el tiroides, la suprarrenal, el ojo, el testículo, la vesícula biliar, el páncreas, la paratiroides, el bazo y el ovario.
Tras un almuerzo frugal, comenzó el turno de tarde con el oído y la nariz.
La sesión de tarde prometía ser entretenida, ya que el oído era un personaje muy cordial y querido por todos. Últimamente había ido perdiendo facultades, pero él nunca se quejaba y seguía siendo tan presumido como siempre. Cuando mantenía una conversación con alguien y no se enteraba bien, continuaba hablando con naturalidad para que su interlocutor no percibiera su sordera. Admiraba a Beethoven y decía que si había sido un gran compositor pese a su sordera, ¿por qué él iba a ser menos?
Entre todos los demás órganos le habían regalado un audífono de última generación, pero él siempre lo llevaba apagado, aunque nunca se lo quitaba porque decía que le daba distinción; cuando quería mantener una conversación que consideraba interesante, sacaba su trompetilla, con la que afirmaba oír a la perfección (figura 2).

El oído, en lugar de hablar de sí mismo y de sus méritos, comenzó a contar anécdotas a cuál más divertida, lo que provocaba la hilaridad de los demás órganos. Ni siquiera el cerebro le llamó al orden para decirle que su tiempo había concluido hacía rato, tal era de entretenida su exposición, la cual finalizó con una gran ovación por parte de todos los asistentes.
Después de un breve coffee break le llegó el turno a la nariz, la cual, al poco de haber comenzado su ponencia, se volvió hacia todos los presentes y les dijo: << ¿No percibís un olor extraño? >>. Todos los órganos se miraron unos a otros expresando su extrañeza ya que desconocían lo que era el olfato. La nariz continuó su exposición, pero al poco rato volvió a insistir sobre lo mismo.
Entonces, el cerebro se acordó de que el día antes no había acudido al centro de control para verificar que todo funcionaba correctamente. ¡Había estado tan ocupado pensando en sí mismo…! Se levantó bruscamente del asiento y se dirigió rápidamente a la sala de control.
Nada más entrar, se percató de que habían saltado todas las alarmas: la temperatura y el pulso subían, la presión arterial y la diuresis bajaban, las máquinas se habían recalentado, de ahí el olor extraño; todo era caos y confusión. Los múltiples intentos de arreglar aquel desbarajuste fueron inútiles.
Al cabo de un buen rato, el cerebro salió de la sala muy pálido y sudoroso. Todos le miraban con preocupación esperando a que dijera lo que estaba pasando. << ¡Apéndice, perdóname! >>, gritó sacando fuerzas de flaqueza, pero el apéndice, muy inflamado y ya necrosado, no podía escucharle.
Las últimas palabras del cerebro fueron: << Perdonadme también vosotros, ya que por mi culpa vamos a morir todos. Hoy he aprendido que la soberbia y la vanidad son malas compañeras de viaje >>, pero ya es demasiado tarde…
Una apendicitis aguda perforada, con peritonitis difusa y posterior shock séptico con fallo multiorgánico, provocó la muerte de aquel organismo que antaño funcionaba en perfecta armonía, como un equipo de natación sincronizada…
FIN